domingo, marzo 30, 2008

Punto de referencia.

Me despierta el rumor de la lluvia: me levanto sin hacer ruido. Todavía está oscuro, pero no quiero volver a la cama. Me acerco a la ventana a mirar la lluvia que cae mansamente, lentamente, con la monotonía de la canción de una madre cansada que trata de hacer dormir a un niño enfermo. Una tristeza antigua me sube a la garganta. Una nostalgia indefinible me empuja hacia afuera, como si empapándome de lluvia pudiera descifrar esta congoja absurda. Sin prisa me visto: una camisa y un viejo pantalón de mi marido, unas medias de lana y unas alpargatas. En mi casa todos siguen dormidos. Salgo a la calle. Soy otra. Al llegar a la esquina ya estoy empapada, menos mis pies que siguen secos y calientes. Parece que lo único que me asemeja ya, a la mujer que un rato antes miraba la lluvia detrás de la ventana son esos pies calientes y nada más. No necesito decidir adonde ir. Voy hacia cualquier lado. Voy a la lluvia a buscar el origen de mi tristeza, que no es nueva ni vieja, sino antigua. El agua me corre por la cara, baja por mi cuerpo, hace canales para recorrerme. Camino y camino, no sé hacía donde, ni me interesa. No quiero llegar a ningún sitio. Sólo me importa la lluvia. Esta lluvia mansa que me envuelve, y la plenitud que se instala dentro mío. Tengo alas. La lluvia me hace ligera; camino volando por el borde del asfalto oscuro. La poca gente que pasa a mi lado me mira con asombro. ¿Será por mis alas? Sé que no tengo alas, pero debo dar la impresión de tenerlas. Los coches pasan salpicándome con el agua negra del asfalto: la lluvia me lava enseguida. No me dirijo, me dejo llevar. Me siento niña. Pienso en mis hijos como extraños y lejanos a mí. Ni siquiera sé si tengo hijos, si existen. A lo mejor no los tengo. Vagamente recuerdo a una mujer blanca y grande de manos muy pequeñas, apretándome el vientre, mientras me dice suave, pero firmemente, ¡fuerza! ¡fuerza! que ya viene, y un rato después me muestra un cuerpecito rojo, sanguinolento, atado todavía a mí por un largo y palpitante cordón, que ella corta, dejando un pedazo unido al cuerpecito, que asustado quizá por la mutilación, o por la violencia con que llega al mundo, se hecha a llorar. Recuerdo que yo amé ese llanto, y que luego un cansancio gozoso me adormeció. Después sólo este camino sin árboles y esta lluvia, mojándome todos los rincones del cuerpo, hablándome. Este murmullo que no entiendo, como si fuera un idioma desconocido y dulce. Mi cabeza es como un aula que poco a poco va llenándose con el barullo de los niños. Después -como siempre- vendrá el orden y el rumor confuso se volverá palabra, tendrá sentido. Camino y camino. No sé cuanto tiempo llevo andando. No estoy cansada. Mi cuerpo es leve como la pluma y mis pies caminan sin tocar el suelo. Estoy en un lugar desconocido, y los niños van a la escuela vestidos de paloma. Me miran extrañados, me tienen miedo. No sé porqué, si yo también soy paloma. Es cierto, estoy mojada, pero una paloma es siempre inofensiva, mojada o seca. Quiero hablarles. Pero huyen. ¿Dónde estarán mis hijos? Han huido también. Son desertores. Se escaparon de la infancia. Ya no podrán caminar bajo la lluvia sin que les miren con espanto o pena. Yo he decidido volver a ella, voy a ser hija de mis hijos. Me plancharon el guardapolvo, y me darán de comer pasado por agua, antes de ir a la escuela, y yo levantaré mi pequeña mano de niña para despedirme. No recuerdo haber llegado aquí. Estoy acostada en una cama que no es mía, y que huele a miseria, el olor a miseria es horrible. Me levanto y miro. Hay ocho camas más, idénticas, separadas por pequeñas mesas de madera pintadas de un gris enfermizo: las que están en los extremos no tienen mesa. También las siete mujeres que ocupan las camas son idénticas a mí, no se porqué, pero al mirarlas me veo repetida en cada una de ellas. La sala es grande y la mezcla de olores me recuerda a los zoológicos. Un olor absurdo en esta gran claridad amarilla, que viene del techo como la llamarada de un gran incendio. Las ventanas son estrechas y altas y sucias y rotas, sin embargo la puerta es ancha, maciza y limpia. Una mujer se saca el camisón y se queda sin nada, porque abajo no tiene nada. Me duele la desnudez de su cuerpo marchito, surcado de cicatrices. Lentamente yo también me desvisto, y por un momento dejo que me miren y el dolor se me esfuma, siento que al mostrarles mi cuerpo desaparece toda desconfianza. Establecido el pacto me visto de nuevo. Un rato después, entra una mujer gorda, arrastrando un carrito con un enorme tacho humeante. Todas se movilizan, y en un momento, cada una levanta un jarro como si amenazaran con ellos. La mujer gorda deja el carrito. No hace caso de los jarros amenazadores. Se acerca a la mujer desnuda y la viste. Luego me da un jarro igual al de las demás. Sin decir nada, como si ella fuera muda o nosotras sordas nos da a cada una, tres galletas, pesadas de humedad, después va cargando los jarros, sin llenarlos, con un líquido caliente que no es negro ni rubio, sino del color del agua turbia. Pruebo el contenido de mi jarro y me gusta. A pesar de que sabe más a trapo que a café, me gusta. Es dulce y su calor envuelve mi cuerpo. Me como una galleta mientras miro las cabezas peladas -porque todas, también yo, tenemos el cráneo rasurado- sopeso en mi mano las otras dos y me decido: tiro una a la cabeza más próxima. La dueña de la cabeza me mira, sonríe y me responde. Ya la mujer del carrito desapareció detrás de la gran puerta y la sala se transforma, pierde su tristeza se esfuma su olor y una alegría salvaje se instala adentro. Algunas patinan detrás de los proyectiles. Una galleta pega contra la ventana y un pedazo de vidrio se desprende estrellándose con gran ruido en el suelo. Entra inmediatamente un hombre grande, que al parecer estaba esperando sólo esa señal. Todas se quedan quietas, mirando el suelo avergonzadas. Él no dice nada. Nos recorre el rostro con mirada severa. Yo levanto del suelo una galleta, le tiro a la cabeza para que sus ojos dejen de taladrarnos, para que entienda el juego. Pero no. No le gusta. Con dos pasos que parecen saltos, se me pone atrás y me sujeta los brazos con fuerza, y así me saca por la ancha puerta. Me lleva a otra sala. Esta es pequeña y oscura y tiene una sola cama. Me acuesta, me ata y se va cerrando la puerta. ¿Será que ya no llueve? ¿Y mis hijos? ¿Y los niños que iban a la escuela y me miraban con miedo? Ya no estoy amarrada. Un foco pende del techo y esparce una tenue luz que desdibuja los objetos de la habitación. Oigo ruido. El hombre grande abre la puerta y entra. Se sienta en mi cama, me levanta el camisón y me inspecciona una herida en el muslo con el mismo gesto con que anteriormente me había atado a la cama, y vuelve a salir cerrando la puerta con llave. Me levanto y descubro una hoja sujeta con esparadrapo al respaldo y que tiene los siguientes datos: Nombre y apellido: Eliodora Rodriguez. Edad: 56 Años. Profesión: Maestra (Jubilada) Estado civil: Soltera. Número de hijos: No tiene. Lugar de nacimiento: Rawson. Sigo leyendo, sin pensar en lo que leo, no sé quien será esta Eliodora Santacruz de profesión maestra jubilada; de repente me llega nítido el recuerdo de la partera, una mujer grande y blanca de manos muy pequeñas que me aprieta el vientre y me dice: ¡fuerza niña! ¡fuerza! que ya viene.